"No importa que seas el patrón o
el último mono, al final todos acabamos en el mismo vagón"
Lo sé. Sé que hoy debería
dedicarle mi música nocturna a Javier Krahe. Una lógica
aplastante me arrastra a esa elección. Su muerte ayer, cogida por sorpresa (al
menos para mí), debería convertirse en el impulso irrefrenable de realizar un
sentido homenaje a ese lúcido, irreverente, irónico, sarcástico y mordaz poeta
convertido en cantante, una suerte de Quijote del siglo XX para toda una
generación, en el que los molinos y los gigantes se entremezclaban con versos y
acordes de guitarra.
Pero no. No quiero. Todos mis
referentes musicales desde mi juventud se van quedando atrás, y este blog, un
blog intimista que quiere ser un refugio para aislarnos del mundo, para
desconectar por unos minutos de nuestra acelerada vida, para descargar el peso
de esta mochila que llevamos a cuestas y que se llena de tensión a lo largo del
día; un espacio para recuperar la calma, para sentir mariposas en el estómago,
para que se nos erice la piel, se nos ponga un nudo en la garganta (música para
dejarnos llevar) no puede ser un eterno obituario.
Así que esta calurosísima noche del mes de julio, para dar la bienvenida a unas vacaciones que mañana estrenaré, os voy a hablar de Paul Motian.
Las revoluciones en el jazz casi siempre se relacionan con el ritmo, con el tempo. Y los baterías, por lo tanto, siempre están profundamente involucrados en estas revoluciones aunque pocas veces se habla de ello. Hay muchos bateristas en la historia del siglo XX que, independientemente de su técnica, resultan personales y reconocibles. Desde Art Blakey a John Bonham, todos son bastante fáciles de identificar en unos pocos compases, lo que resulta una hazaña en un instrumento como este. Paul Motian no sólo era reconocible
sino que se inventó una forma de tocar, un estilo completamente personal, y con
ese estilo llevo a cabo una revolución tranquila. Puede parecer extraño para
llamar a un baterista "tranquilo", pero desde el inicio de su carrera
hasta los últimos meses de su vida, Motian hizo tambalear las cosas. En
silencio. Brillantemente.
Las revoluciones en el jazz casi siempre se relacionan con el ritmo, con el tempo. Y los baterías, por lo tanto, siempre están profundamente involucrados en estas revoluciones aunque pocas veces se habla de ello. Hay muchos bateristas en la historia del siglo XX que, independientemente de su técnica, resultan personales y reconocibles. Desde Art Blakey a John Bonham, todos son bastante fáciles de identificar en unos pocos compases, lo que resulta una hazaña en un instrumento como este.
La pócima de Motian consistía en
entrar y salir del tiempo, deconstruir los golpes habituales del compás y
reordenarlos a placer sin perder el pulso (ni el norte). Escuchándole uno se da cuenta de que el tempo
está ahí, esté o no acentuado; de que los patrones de Motian vuelan libres
generando unas cualidades rítmicas que van de lo tenso a lo sugerente sin más
motivo, dirección o guía que la propia voluntad del baterista. Su toque era
aéreo, delicado, minimalista y anárquico, rozando en ocasiones lo aparentemente
errático, pero sin perder una pizca de su mágico swing, siempre esquivo y
misterioso. En una ocasión leí que alguien lo llamaba “el arte de tocar a su puñetera bola”, una definición tan poco
ortodoxa como acertada.
A lo largo de toda su carrera nos
enseñó que se podía esculpir el tiempo, que se podían dibujar sonidos en el
aire, que la batería era más que ritmo, más que un instrumento de percusión. En
sus manos, las baquetas, los parches y los platos pudieron crear melodías,
pudieron dirigir a todo un grupo jugando caprichosamente entre polirritmos y
acentos inesperados. Con él aprendimos que el espacio y el silencio pueden ser
tan demoledores y apoteósicos como el más estruendoso solo de batería.
Fue un acompañante siempre
inteligente y sensitivo para aquellos con los que tocaba. Nunca vivió de las
rentas, ni se acomodó a base de amortizar los momentos álgidos de su carrera, de
una estirpe diferente, miembro clave de una generación no sólo histórica, sino
irrepetible.
Una de sus últimas presentaciones
fue en el mítico Village
Vanguard, en Greenwich Village, en
Nueva York, junto a Masabumi Kikuchi y Greg Osby. En las
grabaciones era el soporte rítmico sobre el que Bill Evans y LaFaro podían
desplegar toda su magia. Con eficaz discreción era Motian el que permitía que
el contrabajista saliese de su función habitual y, por decirlo así, marcase los
goles. Motian sabía en todo momento hasta donde podía llegar, por eso fue
siempre un grandísimo músico acompañante que no necesitaba sus enormes dotes
como solista para dejar oír su voz. El primer volumen de “Live at the Village
Vanguard” es quizá el mejor ejemplo del carácter exigente de su música.
Editó más de treinta álbumes, sin incluir las
numerosas colaboraciones que dejó grabadas. Su último disco fue “Windmills of
your mind”.
Al igual que Miles Davis, Paul Motian
supo utilizar el silencio de manera muy eficaz. Pero el 22 de noviembre de 2011
el silencio se hizo eterno. Paul Motian, pues, siempre ha sido, es y será uno de
los grandes. Ahora, dejemos que la historia le suba a los altares que le
corresponden y recordémosle como debe ser: escuchando su música.
Buenas noches. Bona nit. Καληνύχτα. مَساءُ الخَير . Gabon.
Boas noites.
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