"Mi corazón reside en las Tierras Altas, mi corazón no reside aquí
Mi corazón reside en las Tierras Altas persiguiendo a un ciervo
Persiguiendo al ciervo salvaje y siguiendo a un corzo
Mi corazón reside en las Tierras Altas, allí es donde yo voy.
(Robert Burns. 1759-1796)
Conducíamos por una estrechísima
carretera que serpenteaba silenciosa por entre las lomas escarpadas y parecía
perderse en el infinito detrás de la niebla baja que recostaba su panza sobre
agua del lago que bordeábamos.
Nosotros, cuatro compañeros de viaje, también
íbamos en silencio, hechizados por aquel paisaje escarpado, insólito, casi
lunar, casi irreal. Parecíamos perseguir un sueño por aquella carretera que es
como un látigo que un dios mitológico dejó allí después de haber creado aquella
tierra abrupta y hermosa a golpes de fusta con los que había partido el terreno
en cráteres, cúmulos de roca, suaves colinas y chispazos de verdor aquí y allá,
desperdigados.
Es casi inevitable pensar en
dioses ancestrales, creativos y furiosos, cuando se recorre aquel rincón del
mundo que no parece de este mundo: Las Tierras Altas, las Highlands escocesas,
un lugar cuyo nombre atrae a la imaginación duendes, elfos y otras criaturas
fantásticas y que parece creado para dar cobijo a la leyenda, que no a los
hombres. Allí no vive el hombre, por allí está solo de paso.
Allí nos trasporta la música de
esta noche, la música del genio del violín escocés de las Tierras Altas, Alasdair Fraser que con
la virtuosa chelista californiana Natalie
Haas, interpretan Grand
Etang / Hull Reel un viaje por las Tierras Altas
escocesas y su tradición folclórica.
Y es tan insignificante el tránsito en aquellas tierras altas, que la carretera es de un solo carril con pequeñas isletas cada cierto número de metros para que orilles el coche si ves venir otro en dirección contraria. Ni un alma vimos nosotros durante un buen rato. Yo llegué incluso a pensar que no la veríamos nunca más, que aquello era el fin del mundo y como mucho veríamos aparecer un gaitero en lo alto de una colina tocando.
No me hubiera extrañado: ya nos
había ocurrido algo así antes. Otro día, nos habíamos bajado del coche a dar un
paseo y de la nada había surgido el sonido penetrante de la gaita que entre
aquellas montañas chatas reverbera como en una catedral.
Siguiendo su sonido, habíamos
ascendido una loma para encontrarnos al otro lado a un gaitero, plantado en
mitad de la nada, con su falda kilt, su boina y sus medias gruesas para
combatir un frío que cortaba el aire. No sé si lo había puesto allí la oficina
de turismo escocés o se había puesto él a sí mismo llevado por la necesidad de
disfrutar de la acústica y la vista asombrosas del paisaje, pero el caso es que
ahí estaba llenando aquella inmensidad vacía de música arrastrada por el
viento. Cuando estás allí entiendes para qué se hicieron las gaitas. Aquel
lugar pide gaita a gritos, aquellas tierras deshabitadas necesitan de la
potencia de esos fuelles comunicar y acercar a los pocos seres humanos que las
habitan, para que se sientan un poco menos solos. Miss Laura Risk
Así nos sentíamos nosotros
recorriendo ahora aquellas Highlands, abrumados por el silencio y la soledad. Y
creo que si no hubieran aparecido unas ovejas habríamos creído que estábamos
muertos. Pero allí aparecieron ellas a la vuelta de un recodo para salvarnos,
aunque totalmente ajenas a su papel de salvadoras, demasiado absortas en
mordisquear hierbajos. A nosotros nos devolvieron la vida y como impulsados por
ella, paramos el coche en una isleta y salimos a respirar el aire.
Jamás había tenido una sensación
parecida que creo que compartía el resto de mis compañeros de viaje. Tenía la
sensación de ser uno de los últimos hombres sobre la Tierra y de los primeros,
la sensación de estar solo en el mundo pero a la vez acompañado por aquellos
que estaban conmigo, con los que tenía la suerte de compartir algo único, no
sé, la vida, simplemente, el placer de estar vivo para ver aquello. Jamás había
sentido esa libertad que hace que te salgas de ti mismo como si por fin
hubieras encontrado un lugar sin fronteras, un lugar sin las barreras del
hombre y que el hombre había respetado para su disfrute, por una vez. Jamás
antes había tenido aquella sensación de estar en la última frontera del mundo,
en el principio y el fin…
Es verdad que tampoco he vuelto a
sentirlo pero me basta cerrar los ojos para volver a pisar aquellas Tierras
Altas cuya sola existencia me reconforta porque me recuerda que aún quedan
lugares en el mundo en los que puedes ser… sin más.
Para acabar, este regalo, un “bis”
de este maravilloso tándem que nos transporta a tierras lejanas y nos hace recordar que no somos héroes. Viaje a
Pakistan