jueves, 17 de julio de 2014

Ha muerto Lorin Maazel, la batuta perfecta

"Quiero infundir la música con una nueva pasión para restaurar lo que el hombre destruye"


Recordar los Conciertos de Año Nuevo, el evento más popular de la música clásica, para mí es hablar de Lorin Maazel. Esta maravillosa manera de empezar el nuevo año, si era dirigida por él siempre supuso todo un acontecimiento en casa. Con su gesto ligeramente desganado, llegaba, dirigía y vencía. Vencía ante el público de la Opera de Viena, ante la potencial audiencia de 1000 millones de personas de 60 países, ante mi familia, ante el corazón de aquella jovencita que, enganchada a la pantalla del televisor, le vio dirigir el 1 de enero de 1980 por primera vez. 

Creo que se me nota que estoy de vacaciones y un poco desconectada del mundo. O quizás es que las únicas noticias que me mantienen alerta son las del genocidio palestino. El caso es que hasta ayer no supe que se acababa de apagar la vida del gran maestro.

¿Os dais cuenta? El mes de julio ha sido nefasto para el mundo de la música clásica. El mismo día, exactamente 10 años antes, el 13 de julio de 2004, murió Carlos Kleiber. Y un 16 de julio, hace 25 años, el mundo perdió a Herbert von Karajan, "el Grande".

Fue un maestro, Maazel, aunque hay quien dice que insufrible. En sus 70 años de carrera estuvo al frente de unas 150 orquestas en más de 5.000 óperas y conciertos. Además grabó unos 300 discos de música clásica y compuso decenas de obras e incluso algunas óperas. Era una personalidad de humor cambiante, de gesto extraordinariamente claro y preciso, optimista, autoritario y sugestivo, tan práctico de cara a los músicos que dirigía como brillante para el público. Persuasivo, para unos y otros, su estilo, de gran teatralidad y pródigo en la utilización de recursos gestuales, fue fiel expresión de su concepción emotiva y apasionada de la música. Aunque fue tildado de excesivo y efectista por ciertos sectores de la crítica en sus interpretaciones reflejaba su elevada sensibilidad y perfecto dominio de la técnica. Sobre su forma de dirigir él decía en una entrevista en el suplemento "El Cultural" del diario "El Mundo", en mayo de 2001:

"El mérito del director viene de saber escuchar. Si en el oído está el sonido justo, el gesto se encuentra y van apareciendo todos los matices (...) ¿Cómo se puede controlar lo que sucede durante una interpretación si no está todo en la cabeza? Si estás pendiente de pasar las páginas de la partitura es inevitable perder concentración y contacto con la auténtica música. En muy contadas ocasiones utilizo la partitura. Sólo cuando no ha habido tiempo material porque es nueva o bien porque es una mera lectura. Como director, intento ser muy práctico. Me esfuerzo en memorizar con rapidez pero sólo porque es la única manera de liberarme de las notas para construir la música de verdad".

Como os decía antes, ese 1 de enero de 1980 fue su primer Concierto de Año Nuevo en el que Lorin Maazel substituyó a Willi Boskovsky, quien se había retirado después de dirigirlo sin interrupción durante 25 ediciones (1955 a 1979, ambas inclusive).Desde entonces yo, mi familia, el mundo entero pudimos deleitarnos con su dirección en 11 ocasiones (1980, 1981, 1982, 1983, 1984, 1985, 1986, 1994, 1996, 1999, 2005). Su condición de matemático daba pie a un sonido redondo y compacto aplaudido por crítica y público. 


Maazel presumía de no ponerse nunca nervioso ante un  concierto. “Sentirse nervioso es una señal de egoísmo y yo siempre trato de evitar cualquier acción egoísta”

Por otra parte, Maazel era conocido por ser un matemático excelente, capaz de demostrar, como Pitágoras, que la música y las ciencias exactas tenían muchos puntos en común. O la filosofía, disciplina en la que, como las matemáticas, se formó Maazel en la Universidad de Pittsburgh. Esta condición hizo de él un hombre de gran formación cultural, políglota e interesado por todos los campos del saber.


Pocas batutas tan idóneas como la de Maazel para otorgar toda la dimensión y el brillo a cualquier pentagrama, para sondear en los meandros líricos de cualquier obra dramática o sinfónica. Dibujaba la música en el aire como nadie a base de sutiles movimientos de muñeca, de un revoloteo elegante de ambas manos, con una izquierda prodigiosa, que regulaba dinámicas y moldeaba frases. La batuta era clara y poseía una apolínea manera de dividir y subdividir compases, de penetrar en todas las estructuras del pentagrama, que resultaba de esta manera, prácticamente sólo con el gesto, estupendamente explicado.


"Creo que mi mayor aportación ha consistido en el fraseo, en la precisión, en la pasión y en el buen gusto” “Me gusta la excelencia y he intentado destacar como violinista, compositor y director”, “Siempre que tenga éxito en el logro de un alto nivel en cada uno de estos campos, que por desgracia no son tan a menudo como me gustaría, me siento muy satisfecho", puntualizaba el polifacético maestro con un cierto sentido corporativo y patrimonial.

Desde muy joven tuvo una gran debilidad por Ravel, "un hombre de una delicadeza que me llega al alma; admiro su increíble habilidad para decir mucho con muy poco": 


 Maazel también era hincha del futbol, y en especial del Bayern Munich, para quien colaboró en la grabación de algunas versiones de su himno.


El primer director americano y el más joven que había bajado al foso de Bayreuth en 1960, el que más conciertos vieneses de Año Nuevo ha dirigido tras Boskovsky, nada menos que once, posiblemente sólo le falló una cosa, la titularidad de la Filarmónica de Berlín, para desgracia de los berlineses y de todos nosotros



Nos ha dejado, pues, una batuta prodigiosa, una fuertísima personalidad de la música, uno de los directores de orquesta más carismáticos del mundo, alguien que había que ver para creer. Con su muerte, Maazel entra de lleno en el terreno de la leyenda. Aunque, reconozcámoslo, hacía años que ya era una leyenda viva.

domingo, 6 de julio de 2014

Stéphane Grappelli

El alquimista del violín del jazz


Hace calor. Demasiado calor para mí. Por eso, la noche es el comienzo de la esperanza de sentir que vuelvo a respirar por mí misma.

Harta del clima, al fin me libro de esa sensación año tras año cada vez más y más agobiante, regocijándome mientras escucho a este maestro absoluto del violín del jazz. Reconozco que mi intención era dedicarle este primer post casi vacacional a Montserrat Figueras (todo llegará) después de ver con Jesús el documental "Montserrat Figueras, la veu de l'emoció" pero al sentarme esta tarde en esta silla, el dúo Grapelli-Ponty que sonaba por nuestros altavoces, de la mano de Jesús (otro alquimista de la música que se escucha entre estas cálidas paredes de madera) me ha resultado tan, tan, tan fresco que me he quedado en él.

La primera vez que escuché a Stéphane Grapelli fue en 1982, en la terraza de nuestro pequeño ático del barrio de Sant Andreu, una horrible noche de calor veraniego.  Entonces como ahora, me pareció intenso, rápido, emotivo, directo, con pases tan impresionantes que no dejaba a la indiferencia acercarse a quien le escuchara. Ese violín ¡parecía tener alas! Me encantó aunque por aquel entonces yo de jazz conocía más bien nada. Y es que, en todas las disciplinas artísticas existen hombres y mujeres privilegiadas que, independientemente de la perfección con la que interpretan su arte, poseen una capacidad de comunicación y una personalidad tan rotundas que logran que la admiración popular trascienda más allá de su campo artístico. 

Extraordinario improvisador, sobre la improvisación Grappelli dijo en 1987, antes de un concierto que dio en Madrid: “La improvisación es un misterio. Se puede escribir un libro al respecto, pero al final nadie sabe lo que es. Cuando improviso y estoy en buena forma, soy como alguien medio dormido. Se me olvida que hay gente delante de mí. Los grandes improvisadores son como sacerdotes, que están pensando sólo en su Dios”.

Pero además de tener unas indiscutibles y notables condiciones técnicas, Grapelli fue un hombre de jazz de alto vuelo. "¡El jazz es el esperanto de la música!" exclamó con contagiante entusiamo en aquella entrevista. 

El violín no había sido usado con demasiada frecuencia por las bandas e intérpretes de jazz, como lo han sido otros instrumentos como el piano, trompeta y saxofón. En ocasiones se había utilizado como complemento de la sección de metales. Fue Grappelli quien introdujo este instrumento en este mundo, caracterizándolo con una apreciable influencia gitana, derivada de su amigo Django Reinhardt, con quien fundó en 1934 el célebre Quintette du Hot Club de France.

A propósito de su debut absoluto en el teatro ABC de París, en 1934, Grappelli recordaba que fue un concierto similar a la presentación de La consagración de la Primavera, de Igor Stravinsky, en el Théatre des Champs Elysées en 1913, o el de la Opéra de París de Pélleas et Mélisande, de Claude Debussy, los que provocaron, al igual que la primera audición del quinteto, que la mitad de los espectadores quisiera pelearse con la otra mitad: "No seríamos ni los primeros ni los únicos abucheados en la historia del jazz, ya que pocos años después fui testigo de cómo silbaban a John Coltrane en pleno Olympia de París. Y el público era bastante más bruto que ahora".

Al morir Reinhardt, Grappelli prosiguió una carrera personal de gran éxito. Utilizó siempre para grabar un violín Galliano del siglo XVIII. "Nunca usaría un Stradivarius, tendría miedo de sentarme encima y romperlo", dijo una vez, socarrón. Siempre recordaba su vieja casa de la calle Montholon, hoy derrumbada, y su primer violín, regalado por un amigo italiano como su padre, cuando tenía apenas diez años: "No tenía dinero para pagar profesores, y fue mi papá quien me enseñó los rudimentos del solfeo, algo que jamás dejé de agradecerle, ya que leer música me permitió conseguir mis primeros contratos con las orquestas de cine. Habíamos aprendido entonces tan bien la lección que nos permitíamos mirar de reojo los filmes de Rodolfo Valentino y otras celebridades de la época".


La vejez nunca se interpuso en su entusiasmo por la vida, que se reflejó hasta el final, en su alegre manera de tocar y pensar: “¡Retiro! No hay una palabra más dolorosa para mis oídos. La música me mantiene con vida. Me ha dado todo. Es mi fuente de la juventud”.

Grappelli fue tocado por la magia y el genio; y creó una tradición a través de sus innovaciones. La contribución de este singular estilista fue monumental, de una talla la cual es posible que nunca vuelva a verse. Casi fue demasiado bueno para ser verdad. 


Su calidad humana lo impulsó siempre a compartir su pasión, por lo que gran parte de su producción musical está hecha en colaboración con diversidad de músicos,  intérpretes solistas que se sitúan en primera fila junto a su violín, para regalarnos verdaderas obras de arte, en las que el pequeño mimado de la orquesta sinfónica conversa amablemente con pianos, guitarras, vibráfonos, armónicas, saxos y cualquier otro instrumento dispuesto a crear magia, como en los siguientes temas que formarán parte de esta degustación musical. Huelga decir que para una carrera musical que duró más de 60 años, esto es sólo un vistazo a algunos de los innumerables aspectos más destacados.

¡Empieza el espectáculo!

Stéphane Grappelli y Django Reinhardt se conocieron en 1931, pero no tocaron juntos hasta 1933, momento en el que la idea de un quinteto de cuerda comenzó a formarse (aunque Django hubiera preferido un baterista para una tercera guitarra). El Quintette du Hot Club de France duró de 1934 hasta 1939, cuando la Segunda Guerra Mundial llevó a su ruptura. Aunque Django recibió gran parte de la aclamación, Stéphane sostuvo el grupo casi en en solitario y lo mantuvo firme hasta que se disolvió.


Otra de sus colaboraciones la realizó con  Eddie South  que pasó los años de 1928 a 1931 en París y en otras partes de Europa, dedicado a la realización y el estudio, y fue uno de los primeros inspiraciones de Stéphane Grappelli, aunque Grappelli por aquel entonces tocaba sobre todo el de piano para ganarse la vida. Eddie South regresó a París en 1937 y, a su vez, se inspiró en el Quintette du Hot Club de France. De todo ello surgieron grabaciones conjuntas como la que os propongo escuchar. En este tema, South y Grappelli básicamente desempeñan una serie de acalorados intercambios. Sus fraseos son muy similares. Django Reinhardt arregló la pieza y proporciona apoyo activo y con ideas en las que se enmarcan las improvisaciones expresivas y técnicamente pulidas de los dos violinistas.


El siguiente tema es como un encuentro en el cielo. El joven Gary Burton estaba de gira por Europa y Stéphane Grappelli, a pesar de sus 64 años, actuaba regularmente en el Hotel Hilton de París cuando grabaron juntos en el sello Atlantic Records. Grace Falling, de Steve Swallow que la escribió para Bill Evans, supuso un vehículo perfecto para que Grappelli y Burton pudieran interactuar. Perfecto.


Bien es cierto que hay momentos cuando juntas unas estrellas que lo que ocurre puede ser decepcionante. No todos los grandes músicos trabajan bien juntos, o al menos no tan bien como se podría esperar. Tal vez, la colección de grandes nombres crea expectativas imposibles en la audiencia. O tal vez algunos grandes artistas son demasiado individualistas por lo que les resulta difícil perder su propia voz. No es el caso de Grappelli y Oscar Peterson que tocan como si fueran uno. Este tema, Someone to Watch Over Me, de su álbum Skol es simplemente, divino.


¡Seguimos para bingo!  Otro de los nombres con el que Stéphane Grappelli tocó en conciertos y grabó fue con el grupo de cuerdas de David Grisman y su para mí cautivadora mandolina, que disfrutó de varios años de gran popularidad. Sus miembros se separaron a principios de 1980. El grupo, en cierto modo, fue una re-imaginación ecléctica del Quintette du Hot Club de France, con el bluegrass y elementos folclóricos añadidos a la mezcla.


Cuando una escucha esta otra versión de Summertime, la nana compuesta por George Gershwin y versionada por las más grandes figuras del jazz,  siente una interpretación cargada de emociones. Grappelli y el pianista  McCoy Tyner se acercan a esta actuación desde un punto más romántico y relajado. Grappelli ensaya el tema cadencioso con un vibrato precioso.


Más vale tarde que nunca, dicen. No sólo fue esta sesión la única grabación de Stéphane Grappelli con una big band , en este caso la de Claude Bolling En este tema, además, comparten el escenario con un flautista Pierre Schirrer, quizás también por primera vez. El bajista y el baterista establecen una base sólida para conducir las improvisaciones de ambos virtuosos, y la orquesta toca sus fanfarrias y pasajes al unísono intrincados con gusto y una mezcla aterciopelada de instrumentos.


Una delicia. Esta es la manera más adecuada de calificar esta interpretación de nuestro genio con el maravilloso pianista Michel Petrucciani. Éste fue el único disco que grabaron conjuntamente y es una pena que no lo hubiesen hecho más a menudo después de oír todos los temas de "Flamingo", el larga duración que lleva el nombre de lo que ahora vais a escuchar. Un disco que daría para un post él solito. Grapelli, aporta lo que de él se podía esperar: luminosidad, rapidez y claridad de ideas, un swing apabullante y toda la historia que su figura transmitía. Petrucciani se presenta como lo que era: un músico preciso que no olvidaba la espontaneidad, poseedor de una gran amplitud de conocimientos armónicos y su gran sensualidad lírica. Me encanta.


De la larga lista de colaboraciones no puedo dejar de destacar la del gran Yehudi Menuhin un sorprendente niño prodigio que pasó a ser  un famosísimo músico judío. Cuando Menuhin visita conmocionado Israel y Alemania tras el holocausto se convierte en activo defensor de la paz y la reconciliación entre los pueblos, descubridor de la espiritualidad oriental como camino para la suprema creación y la verdadera sabiduría. La vida de Yehudi Menuhin es testimonio tanto de la fe en el arte como de las posibilidades del ser humano para alcanzar a través del pensamiento y la vivencia artística y creativa una armonía plena consigo mismo y con su entorno natural. Quizás por eso sintonizaron tanto y tanto ambos violinistas.

De Grappelli, Menuhin dijo: "Es un hombre al que envidio casi tanto como quiero; puede tocar cualquier tema para expresar cualquier matiz, nostalgia, brillantez, agresividad, desprecio, con un velocidad y la precisión que producen incredulidad"

Es curioso ver en este vídeo al gran maestro Menuhin, como observa a Grappelli, intentando improvisar con esfuerzo, mientras el francés toca con una despreocupación absoluta.


No puedo acabar este largo post veraniego de otra manera que como empezó, con una colaboración entre Grappelli y Jean-Luc Ponty. A pesar de que para el viejo maestro el "jazz moderno" como el del joven, se preguntaba: "¿Free jazz? ­Qué horror!" No pretendía desdeñar ni mucho menos la música de Ponty, pero creía que el jazz era una cosa muy distinta. Aún así, su colaboración fue muy fructífera.


¿Qué tal? ¿Más fresquitos? :) A descansar, pues. Bona nit!